La Renuncia

Fotografía tomada de: http://hope-ecuador.org/

Desde que inicié mi vida como cristiana y decidí congregarme en una iglesia, siempre escuché de las personas un término que no entendía: Renuncia. También sinónimos como «entrega, deja ir, suelta». Confieso que a veces me molestaba. Cuando te encuentras en una situación difícil, sin respuestas a preguntas importantes, enfrentando la incertidumbre y todo lo que recibes como consejo es un «renuncia!», la cosa empeora.

Pensaba ¿Eso es todo? ¿Renuncia? Oh, vaya fórmula. Me iba a casa mientras pensaba que poco práctico era eso. Debo anotar que, en una crítica constructiva, sigo pensando que a veces los cristianos no tenemos respuestas generosas que expresen nuestro real interés en la situación del otro, y le den esperanza cierta que Dios está obrando. En fin, tema de otra entrada.

¿Renunciar a qué? En un momento de mi vida en que me encontraba ya casi sin nada luego de pasar por dos años de una gran prueba, no me quedaba mucho a qué renunciar. Había «perdido» al hombre con el que pensé que pasaría el resto de mi vida en la tierra, con el que soñé el ideal de felicidad y sobre el cual cimenté mi esperanza de futuro (grave error). Perdí mi empleo en una importante organización y pocos meses después me embarqué en un trabajo independiente que parecía promisorio y resultó ser una pesadilla en la que me robaron mi trabajo, tiempo y salario. Las deudas corrían (poca sabiduría financiera) y me acosaba la idea de tener que entregar el lugar en el que vivía al no poder pagar el próximo mes. Lloraba de día, lloraba de noche, y buscaba un empleo con desesperación.

Oraba preguntando a Dios ¿Por qué? Trataba de traer a mi memoria palabras con las que Dios me alentaba y me decía que todo estaría bien. Caminaba por la calle con una carpeta llena de copias de mi currículo, esperando la oportunidad que cambiaría esta situación, mientras repetía en mi cabeza «Dios tiene planes de bienestar, jamás de calamidad (Jer 29:11)» «todo lo puedo en Cristo que me fortalece (Flp. 4:13) «esfuérzate y sé valiente (Jos. 1: 6-9)«. Nada cambiaba. Pasaban los días y con ellos los problemas. Las entrevistas no resultaban, cada día era un nuevo NO, y la situación era insostenible.

Como cereza en el pastel, un día me levanté y recibí una llamada de alguien conocido para contarme que mi papá había tenido un Accidente Cerebro Vascular (ACV). Quedé paralizada, el mundo se detuvo y mi mente sólo tenía una frase: ¿estás bromeando, Dios? Sentí que era más de lo que podía soportar. No tenía dinero, no teníamos seguro médico y por encima de todo, amo a mi papá. Entonces… oré. Oraba todos los días, pero ese día en particular sentí que faltaba una pieza en este rompecabezas. Algo no encajaba porque yo amaba a Dios y estaba segura de su amor incondicional. Era consciente de mis carencias, mi debilidad, mi falta de fe y fortaleza, pero estaba segura que Él me amaba y era capaz de entender por lo que estaba pasando en mi naturaleza humana (Heb. 4:15).

Una palabra se vino a mi mente en esa oración: Renuncia ¿A qué, Dios? A todo. Por supuesto, pensé en las cosas materiales. No me quedaba más que el lugar en el que vivía y los muebles. El apartamento era en renta y los muebles no eran gran cosa, sin embargo ambos tenían un significado importante para mí. Eran la representación de esos pequeños logros que te hacen sentir orgulloso de ti mismo, estable, tranquilo. Vivía en una zona muy bonita y segura de la ciudad, con todo «a la mano»; El gimnasio, el supermercado, la iglesia, los restaurantes, los amigos, etc. Habiendo crecido en la pobreza, estas eran mis conquistas.

Me levanté, tomé el teléfono y llamé al dueño del apartamento para hacer una cita. Aún faltaban meses para que venciera el contrato y entregarlo antes implicaba pagar una multa según lo acordado. Me temblaban las piernas, pero sentí que era lo correcto, y lo fue. El dueño aceptó recibir el apartamento al finalizar ese mes… sin cobrar un centavo. Paso 1, completado.

En un tiempo record de dos semanas debía encontrar alguien que rentara el apartamento, empacar mis cosas, buscar un lugar para guardarlas y mudarme (¿a dónde?). En una semana encontré a alguien interesado en tomar el contrato. Dios me repetía: Renuncia. Miré alrededor y entendí que todo lo que había en ese lugar había perdido valor (material y emocional), estaba lleno de memorias, de desencuentros, de apegos. De repente todo me parecía ya tan viejo y feo. Acto seguido me senté en la computadora e hice una lista de todas las cosas y la envié a mis conocidos con el título: Se vende.

En la medida en que una tras otra cosa se iba, sentía como una carga que era muy pesada en mi corazón disminuía. Mientras más vacía estaba mi casa, más llena estaba mi alma de esperanza. Ahora entiendo porque dicen que la fe es una locura (1 Cor. 1: 18).

Llegó el día y no quedaban más que mis objetos personales y libros (con un guiño le dije a Dios, «los libros no») en cajas. Era hora de decir adiós al último bastión de mi vida pasada. En ese momento oré y di gracias. Agradecí a Dios porque entendí el poder de la palabra «renuncia», y agradecí por todo lo que se llevaba. No me malinterpreten, antes que alguien tergiverse esto y crea que estoy haciendo apología a la vida sin bienes materiales (que no es mala idea), aclaro que no es así. La renuncia es un acto espiritual, que a veces se debe trasladar al material, dependiendo de cuál sea en verdad el objeto de nuestro apego. La renuncia es un acto de desprendimiento, y todo desprendimiento es doloroso.

Fueron dos años de sufrimiento por las cosas que podían ser y no fueron. Por los sueños que no se hicieron realidad, por la soledad, por el desempleo, las deudas y por la vida en general, que en ocasiones es una carga difícil de llevar en un mundo como este. Mi situación era una combinación de frustración por lo que quería de mi vida, y la ansiedad y tristeza por lo que en realidad ésta era. En este escenario, decidir renunciar, pasaba por entender varias cosas.

La primera, que mis sueños muchas veces no son más que fantasías limitadas que buscan cambiar la realidad «a mi manera», no a la de Dios. La segunda, que el pasado es una terrible atadura que los seres humanos imponemos a nuestra alma y que nos impide avanzar. No recuerdo cuantas veces desde que inicié mi vida cristiana Dios me ha repetido «olvida el pasado (Is. 43:18)«, «deja todo atrás (Fil. 3:13)«, «mantén la mirada adelante (Prov 4:25)». La tercera, que el éxito en términos humanos es una medida diminuta que jamás trae la verdadera felicidad o paz que necesitamos, y que implica de una u otra forma la constante aprobación y complacencia de otros. Por lo tanto, vernos en esa medida, nos hará sentir incompletos e insatisfechos.

Al renunciar, aprendemos a confiar. La fe es sin duda la medida del éxito del cristiano. A mayor fe, mayor plenitud, mayor esperanza, mayor certeza de que todo estará bien. Al renunciar trascendemos las circunstancias y decimos a Dios «hazlo Tú». ¿Es fácil? En absoluto! Es muy difícil, al menos lo fue para mí. Siempre pensé que a los 30 años lo tendría todo seguro. No fue fácil reconocer que no tenía el control de nada. Que lo perdido, perdido estaba. Sin embargo, entendí también que «perderlo» todo en verdad era el inicio de «ganarlo» todo. Lo que pensaba que era mi valor, no era más que una carga que me impedía avanzar a un tiempo mejor.

Y así, mientras espero en el punto cero, con mi vida en cajas y maletas, me sorprendo del amor de Dios. Reflexiono sobre las lecciones aprendidas, medito en las cosas sobrenaturales que han pasado para llegar hasta aquí, y me alegro de haber renunciado, olvidado, de tener las manos vacías y la mirada adelante, para recibir de Dios lo mejor… siempre lo mejor.

 

 

 

Derribar= Construir

No puedo contar ya el número de veces que tuve que reiniciar mi vida en algún punto crítico. En eso que parece el ciclo eterno de los inicios y finales, en muchas ocasiones ni los unos (inicios) ni los otros (finales) resultan placenteros. Por ejemplo, personalmente me revuelve el estómago (literalmente) pensar en cosas que parecen tan sencillas como las mudanzas. Si bien en un escenario optimista uno pensaría «qué bueno, una nueva casa, un nuevo…etc.», la realidad es otra, al menos desde mi experiencia. Siento literalmente un dolor de estómago paralizante cuando pienso en el paso a paso de esa «gigante tarea». Me pregunto ¿Oh mi Dios, por dónde empiezo? ¿La cocina? ¿La sala? ¿Los sagrados libros que jamás quiero siquiera mover de sitio? Luego ese odioso check list: cajas, cinta, papel y herramientas que como buena chica jamás tengo a la mano. Ya me puedo imaginar luchando para traer las cajas de vuelta a casa.

Y bum! En un abrir y cerrar de ojos la cosa está hecha un caos. Continúo somatizando. Doy tres vueltas y a la cama. Debajo de las cobijas pretendo que no hay tal desorden, que todo está en su sitio. Luego me armo de valor y voy otra vez, como dicen los españoles, ¡a por ello! Me pongo como meta la sala, como para atacar «los grandes». Entonces empiezo a detenerme en los cuadros, las fotografías, los momentos. Por ahí se cuela un viejo recuerdo de ese novio que hace años no ves, tal vez una de esas cartas de amor loco que hoy dan risa, pero que no dejan de hacer mella cuando la juntas a más y más recuerdos dentro de esa ola de chécheres que se van amontonando en la lista de espera del empaque. Vuelvo a somatizar, la vaina está difícil. Me recuesto nuevamente, enciendo la tele y me entrego a la distracción.

Bueno, sin más excusas hay que continuar. Abro la puerta y la postergación se ríe de mí en vista que ahí sigue el caos tal cual lo dejé (el caos en quietud, qué paradoja). ¿Y si ataco los libros? Sí, los ataco sentándome a revisar capítulos viejos, dedicatorias, diarios… ¿y por qué fue que guardé este? No importa, para la caja porque los amo y es seguro que los volveré a necesitar. Y me regreso a la cama porque me acabo de dar cuenta que hay uno que nunca terminé de leer y que mejor oportunidad que esta. De vuelta a la postergación de lo inevitable. En estas llega la noche y me voy a la cama con una oración en la que pido que venga el ángel de los trasteos, como el duende en el cuento del zapatero, y me tenga todo listo en la mañana (Soy una mujer de oraciones muy sinceras).

Oh sorpresa, no vino. Los ángeles están en cosas de mayor envergadura que mi dolor de estómago. Así que retomo, de lado a lado picando aquí y allá y preguntándome ¿En qué momento me llené de tantas tonterías? Es ahí donde desearía, ya no que viniera el ángel de los trasteos, sino el camión de la basura a llevarse todo, empezando por las cartas de mi ex. Cosa loca esto de comenzar de nuevo. Recuerdo (no hace muchos años) cuando empezar era sinónimo de cambio, de lo nuevo, de emoción. Ya no tanto. Con el tiempo la «estabilidad» se vuelve un anhelo amparado en el cansancio de ir y venir, de más a menos, de menos a más. ¿Alguien que se identifique? ¿A quién no le gusta la zona de confort? Esa zona segura donde de alguna forma nos sentimos en control de las pequeñas (grandes) cosas que conforman nuestro mundo. En el caso de una vida especialmente «turbulenta» como la mía, sí que se acentúa esa necesidad de tiempos prolongados sin altibajos.

A dos días tener que entregar mi apartamento me asalta la realidad: no he hecho un rábano. Es ahí donde Dios se apiada y me envía al ángel de los trasteos (buenas noticias, Dios tiene ángeles para todo). Esa persona que llega justo cuando la desesperación llega su punto máximo y el dolor pasa del estómago a la cabeza. Ella, amiga incondicional, se apersona con un ¡tranquila, esto no es nada! ¿En serio? Por fin una buena noticia.

Ad portas de terminar, viendo lo que queda de mi último atesorado refugio, me asalta un pasaje bíblico que me obliga a un aterrizaje forzoso desde mi nube de angustia e incertidumbre. Decía: «Y así como tuve cuidado de ellos para arrancar y derribar, y trastornar y perder y afligir, tendré cuidado de ellos para edificar y plantar, dice Jehová (Jeremías 31:28 -Reina Valera). Entonces recordé que la experiencia me indica que a Dios no le gustan las zonas de confort. Recordé también que vivimos entonces en un inevitable «arrancar, derribar, trastornar, perder y afligir (nos)», y que cuando terminamos con alguna de estas cinco tareas, nos movemos en la dirección de SEMBRAR y CONSTRUIR (NVI), rumbo a tiempos mejores… hasta «la próxima mudanza», y aunque nos duela el estómago.

 

 

 

El «Bully» Espiritual

Hay días de días. Días buenos, días malos. Como dirían los franceses “ces’t la vie”, esa es la vida. ¿Quién no entendería eso? A todos nos pasa que un día nos levantamos y literalmente, no queremos nada de nada. Aún a quienes tenemos el soporte y la esperanza que Dios representa en nuestras vidas (aunque algunos lo llamen falta de fe, yo lo llamo, humanidad). Es casi inevitable (e incluso saludable, pero hablaré de eso en otra entrada) sentirse un poco abatido de cuando en cuando. Hasta ahí, ¡todo bien! Pero qué pasa cuando nos encontramos con personas, o peor, nos convertimos en personas, que andan por la vida con un eterno lamento? Ese tipo de personas que cuando se levantan van de lado a lado como león enjaulado en su propia mente, rugiendo ante la pena de estar vivos. ¿Suena exagerado? No creo. Seguro todos los que lean esto les vendrá a la cabeza alguien con estas características. Suelen tener cara de miseria y dolor, y casi NUNCA tienen una respuesta positiva ante ninguna pregunta. ¿Cómo estás? “pues ahí”. ¿Cómo siguen las cosas? “Bien para no preocuparte”. ¿Cómo va el trabajo? “Igual, como siempre”. ¡Felicitaciones por xxx! “Ah, gracias”. ¿Qué lindo día, verdad? “Hmmm, pero lleva sombrilla porque va a llover”. Y así sucesivamente. Sigue leyendo